Sufro por los ojos negros
De una gitana morena
Sólo con verlos me alegro
Y se me quitan las penas
Que en este mundo yo tengo
Camarón de la Isla – Castillo de Alcalá
Quedo con mi amigo Crápula en nuestro bar de
siempre, el sábado por la noche. Nos sentamos en la mesa esquinada que casi
tiene ya la forma de nuestros codos, estratégicamente situada para ver
perfectamente quién entra al local. La distancia exacta entre nosotros para
advertir los gestos de cabeza que alternativamente solemos hacer cuando entra
alguien que despierta nuestro interés. La distancia exacta para sumirnos, sin
que el otro se sienta ofendido, en nuestros propios pensamientos.
Pido mi Martin Miller’s. Crápula se decanta
por una Coca-Cola. “¿Cómo que una Coca-Cola?” – exclamo. “Valero, prefiero
estar sobrio para contarte la siguiente historia, mi última historia de fracaso”
– responde él, grave. Yo me incorporo ligeramente sobre la silla, retiro la
rodaja de limón que Manolo se empeña en poner en la copa, y le escucho.
“Recordarás a la que te presenté como la
gitana” – empieza Crápula. “Una morena de ojos negros, que no era gitana pero
lo parecía, gitana al estilo de los poemas de Lorca, de profundas raíces. La
conocí en el pueblo, amigos comunes. Es profesora de Geografía, eso fue lo
segundo que me sorprendió (después de sus ojos negros); sabes que el ambiente
en el que me muevo allí no suele estar formado, precisamente, por lo que
podríamos llamar intelectuales. Hablamos de sus clases, de mi trabajo, de libros
y revistas, chapurreé pretendiendo hacerme el gracioso mi pobre italiano (su
padre es de allí y ella lo habla). Intercambio de móviles. Nos seguimos viendo
desde entonces con cierta frecuencia: en nuestro local, en bares y discotecas.
Ella es aficionada a los toros; un día que tenía entrada para mí la invité a
venir, en un arrebato. Accedió y moví cielo y tierra para encontrar una segunda
entrada, como dicen los anglos, regardless
the price. Más encuentros, cenas entre amigos, charlas. En el fondo sabía,
hasta el día de ayer, que pasar de ahí era casi imposible. Creía que lo que más
podría llegar a tener serían encuentros esporádicos para hablar de libros. Aun
así, sabes que lo intenté, vive Dios. Intuí la conexión.
La otra tarde estaba viendo el partido en el
local cuando oigo una voz femenina. Furtiva e instintivamente, levanto la
cabeza. Es ella. Juro que estaba más deslumbrante que nunca. Saluda a todos, me
deja para el final. ¡¡Crápula!! – exclama. Me besa y abraza, quedándose medio
segundo más de lo necesario. Diablos, menos mal que es el Madrid quien juega y
no el Valencia, pienso, porque ya es imposible que me pueda concentrar. Se
sienta en la única silla libre, al otro extremo, y así transcurren las cosas
durante los treinta minutos de partido restantes, sin sobresaltos. Acaba el
partido y se levanta para irse, había venido solamente un rato. Me levanto yo
también y la sigo.
Justo antes de salir del local hay un espejo
de pie. Se para y, de perfil, mira su reflejo. Yo apoyo suavemente las manos en
sus hombros, en mi estudiado gesto cariñoso y protector. La rodeo lentamente y
me paro delante de ella, ya mirándonos de frente. Se mira de reojo y es
entonces cuando pronuncia las palabras:
“Ay, qué gorda estoy”. Me quedo anonadado, comprendiendo. Ella abunda, dándose
cuenta, supongo, de que me ha cambiado la expresión y de que casi me tiemblan
las piernas: “ya se me nota, ¿no?”. Lo dice sin maldad, como para asegurarse de
que no soy tan gilipollas de no haberlo pillado a la primera (sabe que soy
capaz de eso y de más). Si es cierto eso que dicen que, en los instantes
previos a la muerte, los momentos relevantes de tu vida pasan como una
película, estoy seguro de que éste lo veré en HD. No te miento si te digo que
todos los vozarrones de éstos se apagaron en mi cabeza, no oía nada. Todo
oscuridad, sólo la gitana con su vestido de rayas de colores, viéndose de
perfil, y luego apuntándome con la mirada baja, y yo, estúpidamente parado sin poder
decir nada. Con el estupor y el miedo y el sentir de la pérdida que se me
acababa de producir, de golpe y para siempre. Al final, mascullé lo de rigor,
que qué va, que estaba estupenda y que de cuánto estaba. Imagino que me diría
algo más mientras la acompañaba a su coche; no lo recuerdo.
Se para junto a su viejo Opel Corsa, lo abre
y me mira. No hace falta decir nada más. Yo podría haber dicho, no obstante,
mil cosas. Haberme interesado algo más por su embarazo: y quién es él, y cómo
te encuentras, y si ya sabes si es niño o niña. O preguntarle, como si no
pasara nada, por la novela de Zola que estaba leyendo la última vez que habíamos
hablado. Yo qué sé. Pero realmente, aunque al segundo siguiente estaría
arrepentido, sólo quería volver a casa. “Adiós, Sofía” – le dije. Y otra mirada
de las que durarán toda la vida.
Tal vez, en ese último momento de imágenes superpuestas, ella verá la mía reflejada en el espejo cogiéndole de los hombros, mirándola y
presintiendo el desastre, emitiendo ondas de terror. Tal vez. Mientras tanto,
habrá que girar el tambor del revólver y buscar una nueva bala".
Anteriores entregas de las desventuras de Crápula:
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