lunes, 15 de septiembre de 2014

Mi fracaso personal. Capítulo 2

Sufro por los ojos negros
De una gitana morena
Sólo con verlos me alegro
Y se me quitan las penas
Que en este mundo yo tengo

Camarón de la Isla – Castillo de Alcalá
Quedo con mi amigo Crápula en nuestro bar de siempre, el sábado por la noche. Nos sentamos en la mesa esquinada que casi tiene ya la forma de nuestros codos, estratégicamente situada para ver perfectamente quién entra al local. La distancia exacta entre nosotros para advertir los gestos de cabeza que alternativamente solemos hacer cuando entra alguien que despierta nuestro interés. La distancia exacta para sumirnos, sin que el otro se sienta ofendido, en nuestros propios pensamientos.
 
Pido mi Martin Miller’s. Crápula se decanta por una Coca-Cola. “¿Cómo que una Coca-Cola?” – exclamo. “Valero, prefiero estar sobrio para contarte la siguiente historia, mi última historia de fracaso” – responde él, grave. Yo me incorporo ligeramente sobre la silla, retiro la rodaja de limón que Manolo se empeña en poner en la copa, y le escucho.

“Recordarás a la que te presenté como la gitana” – empieza Crápula. “Una morena de ojos negros, que no era gitana pero lo parecía, gitana al estilo de los poemas de Lorca, de profundas raíces. La conocí en el pueblo, amigos comunes. Es profesora de Geografía, eso fue lo segundo que me sorprendió (después de sus ojos negros); sabes que el ambiente en el que me muevo allí no suele estar formado, precisamente, por lo que podríamos llamar intelectuales. Hablamos de sus clases, de mi trabajo, de libros y revistas, chapurreé pretendiendo hacerme el gracioso mi pobre italiano (su padre es de allí y ella lo habla). Intercambio de móviles. Nos seguimos viendo desde entonces con cierta frecuencia: en nuestro local, en bares y discotecas. Ella es aficionada a los toros; un día que tenía entrada para mí la invité a venir, en un arrebato. Accedió y moví cielo y tierra para encontrar una segunda entrada, como dicen los anglos, regardless the price. Más encuentros, cenas entre amigos, charlas. En el fondo sabía, hasta el día de ayer, que pasar de ahí era casi imposible. Creía que lo que más podría llegar a tener serían encuentros esporádicos para hablar de libros. Aun así, sabes que lo intenté, vive Dios. Intuí la conexión.
 
La otra tarde estaba viendo el partido en el local cuando oigo una voz femenina. Furtiva e instintivamente, levanto la cabeza. Es ella. Juro que estaba más deslumbrante que nunca. Saluda a todos, me deja para el final. ¡¡Crápula!! – exclama. Me besa y abraza, quedándose medio segundo más de lo necesario. Diablos, menos mal que es el Madrid quien juega y no el Valencia, pienso, porque ya es imposible que me pueda concentrar. Se sienta en la única silla libre, al otro extremo, y así transcurren las cosas durante los treinta minutos de partido restantes, sin sobresaltos. Acaba el partido y se levanta para irse, había venido solamente un rato. Me levanto yo también y la sigo.
Justo antes de salir del local hay un espejo de pie. Se para y, de perfil, mira su reflejo. Yo apoyo suavemente las manos en sus hombros, en mi estudiado gesto cariñoso y protector. La rodeo lentamente y me paro delante de ella, ya mirándonos de frente. Se mira de reojo y es entonces cuando pronuncia las palabras: “Ay, qué gorda estoy”. Me quedo anonadado, comprendiendo. Ella abunda, dándose cuenta, supongo, de que me ha cambiado la expresión y de que casi me tiemblan las piernas: “ya se me nota, ¿no?”. Lo dice sin maldad, como para asegurarse de que no soy tan gilipollas de no haberlo pillado a la primera (sabe que soy capaz de eso y de más). Si es cierto eso que dicen que, en los instantes previos a la muerte, los momentos relevantes de tu vida pasan como una película, estoy seguro de que éste lo veré en HD. No te miento si te digo que todos los vozarrones de éstos se apagaron en mi cabeza, no oía nada. Todo oscuridad, sólo la gitana con su vestido de rayas de colores, viéndose de perfil, y luego apuntándome con la mirada baja, y yo, estúpidamente parado sin poder decir nada. Con el estupor y el miedo y el sentir de la pérdida que se me acababa de producir, de golpe y para siempre. Al final, mascullé lo de rigor, que qué va, que estaba estupenda y que de cuánto estaba. Imagino que me diría algo más mientras la acompañaba a su coche; no lo recuerdo.
Se para junto a su viejo Opel Corsa, lo abre y me mira. No hace falta decir nada más. Yo podría haber dicho, no obstante, mil cosas. Haberme interesado algo más por su embarazo: y quién es él, y cómo te encuentras, y si ya sabes si es niño o niña. O preguntarle, como si no pasara nada, por la novela de Zola que estaba leyendo la última vez que habíamos hablado. Yo qué sé. Pero realmente, aunque al segundo siguiente estaría arrepentido, sólo quería volver a casa. “Adiós, Sofía” – le dije. Y otra mirada de las que durarán toda la vida.
 
Tal vez, en ese último momento de imágenes superpuestas, ella verá la mía reflejada en el espejo cogiéndole de los hombros, mirándola y presintiendo el desastre, emitiendo ondas de terror. Tal vez. Mientras tanto, habrá que girar el tambor del revólver y buscar una nueva bala".
Anteriores entregas de las desventuras de Crápula:
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario