domingo, 1 de marzo de 2015

Una semana en el motor de un autobús - IV

Por Javier Valero - @Valero_VLC

Domingo

Hace un día espléndido, pero ayer ya fui a la playa. De modo que me decido por otro de los placeres de Valencia, cojo el libro que tengo a mitad y me acerco al río. Pienso: "demonios, un tío tan atractivo como yo, con un libro interesante en la mano, apoyado en un árbol y leyendo, debe de generar un torbellino de deseo". Un poquito de talking to me frente al espejo y, con la moral por las nubes, bajo al río a la altura del puente de Calatrava y pronto encuentro mi árbol. El sol arriba, vistas al puente del Mar y yo. Qué puede fallar. Adopto un aire entre cínico, indolente y afectado. Abro el libro de Tallón por la marca y dejo que la escena que he creado haga el resto.
 
Han pasado dos minutos. Dos condenados minutos. Lo que usted tarda en seleccionar qué pedirá de la carta, lo que dura una canción de los Ramones, lo que tarda en cambiar a verde un semáforo de la Ronda Sur. Y ya ha pasado. Qué rápido ligas, Valero. Me habla una voz femenina. Perdona que te moleste, dice. No dejo que la emoción me ponga en evidencia y, con un leve mohín de desprecio por la interrupción, miro hacia arriba. En mi fuero interno, no obstante, ya imagino tardes de domingo de cine, una casa hipotecada hasta la vejez, dos niños gritones con clase de judo martes y jueves de 6 a 7 y vacaciones en Benicàssim.
 
La maravillosa rubia de metro setenta y cinco, con ropa elegante, melena al viento, libro de Dostoievski bajo el brazo y mirada inteligente resulta ser una agradable señora cercana a los 65, ropa anodina, gafas pasadas de moda y algo entrada en kilos. Me pone un folleto en la cara que dice Dios es fiel, encuentra el camino, Jesús murió en la cruz para salvarnos o cualquier lema absurdo del estilo. Desconcertado, alcanzo a murmurar un patético no-me-interesa-gracias que ella, afortunadamente, acepta de buen grado. Nos deseamos mutuamente un buen día, ella sigue su camino y yo vuelvo a mis lecturas, ya con la sensación de haber perdido el día.
 
Ésta no es la vida rockera que me prometieron.
 
Lunes
 
Trabajo en el sector de la cerámica. Bueno, no exactamente, pero por simplificar. No vamos a entrar en asuntos de empresa a estas alturas. Bien, la semana pasada fue la feria de la cerámica en Valencia. Se supone que debería saber qué tal ha ido, qué resultados ha dado, ese tipo de cosas.
 
Las circunstancias me llevan a coger un taxi. Con un taxista hablador. Los odio. Odio a la gente habladora. O a la gente. O a los entes que hablan. Odio casi todo, en general. Pero debo convivir con ello y darles conversación. Le digo que me lleve a mi casa, que está pegadita a la Feria. Inevitablemente, se pone a hablar de lo de la semana pasada. No se han alcanzado acuerdos, sentencia mi taxista a las primeras de cambio. Yo alzo las cejas. Que ya no es lo que era, continúa; que otros años venía más gente, que ahora sólo hay negocio para los restaurantes y los burdeles. Que eso sí, se ha notado el repunte del visitante árabe y oriental. Que tal producto parece que está teniendo últimamente más tirón. La caída de precios, la cotización del barril de Brent y el coste del transporte aéreo. A ver si el sector encuentra su sitio allí, en el Sudeste Asiático. Acojonante. El tío lleva diez minutos hablando cuando me doy cuenta de que estoy rezando para que no me pregunte dónde trabajo. Componga la escena: después de 7 km fingiendo hablar de un sector neutral para ambos, no puedo revelar que trabajo en él. Quedaría como un soplagaitas.
 
Pero lo hace. Y tú en qué trabajas, me pregunta, mientras mira por su espejo interior. Debería haber cogido el folleto de la señora de ayer, pienso. Dónde estás, Rey de los Judíos. Así que no me queda otra que recuperar un empleo antiguo, hacer un ejercicio rápido de pensar qué es lo que hacía en ese curro, como si me expusiera a una entrevista de trabajo, y empezar a articular un discurso inventado. El taxista pregunta todo. Todo. Le hago una cátedra de la profesión y descubro que hacía más cosas de las que en realidad hacía. Este hombre saca lo mejor de mí.
 
A falta de 100 metros para llegar, le hago parar. La conversación se encaminaba hacia la falta de ética en mi profesión y no me sentía capaz de afrontar esa fase con éxito. Le doy un euro de propina, cojo mi maleta sin importar el peso y huyo. Aún tuvo tiempo el taxista de recomendarme que arreglara el asa de mi trolley, que estaba a punto de romperse.

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