Por Javier Valero - @Valero_VLC
¿Te sangran los oídos cuando la chica que tienes al lado en el concierto se empeña en desafinar como un manatí? ¿Acabas las noches en el ambulatorio de los golpes que el de la mochilita te ha dado durante los 75 minutos que dura? Es momento de poner negro sobre blanco la oscura verdad de lo que acontece en las salas de conciertos, al menos las indies y valencianas. Recuerda: si no te sientes identificado en alguna categoría, vuelve a repasarlas, que no habrás leído bien.
1. La gente que canta. A mí me habían prometido que en conciertos indies no se cantaba; eso es mainstream. Nada más lejos. Se canta, y se canta mal. Por lo general, se distinguen varios tipos de atentados: aparte de los habituales (los que cantan en inglés, sin saber; los que cantan sólo el estribillo, pero a voz en grito), encontramos a la que entona toda la escala musical, con sus bemoles y sus sostenidos, como si de una mezzosoprano se tratara; al que sólo canta las últimas sílabas del verso, cuando ya intuye cómo va a acabar; al que se equivoca en la letra, o entra a destiempo (el conocido como error "nena", en homenaje al Cadillac de Loquillo).
2. La gente que habla. Al concierto se viene hablado, mecaguenlaSAREB. Puedes comentar alguna cosa suelta, siempre procurando hacerlo entre canción y canción, excepto cuando el artista gusta de hablar en esos momentos. Pero ese murmullo continuo es demencial. Y no, las miradas asesinas que lanzas a la cotorra de turno no suelen hacer efecto: su capacidad de empatía y respeto al prójimo y a la banda suele ser nulo. Un servidor suele admirar a los artistas que antes o durante su set piden silencio al público, jugándose que los pseudofans les interpreten erróneamente. Recuerdo un concierto de hace ya muchos años de Joanna Newsom en la sala Galileo en la que la del arpa pidió, antes de empezar, que la gente guardara silencio, y creo que para todos los allí presentes el concierto se convirtió en algo memorable. Que no cuesta tanto, hombre, cállate un poco.
3. La gente que baila. Bailar está bien. Bailar está de categoría. Pero tienes que saber dónde estás, princesa. No puedes dar saltos como un energúmeno cuando hay un sold-out y la gente está packt like sardines in a crush tin box. No debes agarrar a tu chica (no suele ser tu chica, suele ser una aspirante a), juntar vuestras manos, levantarlas y contonearos en la balada de medio tiempo. Y si tienes mochila (o esas bolsicas tan discretas, tan de festival; ésas tampoco), no se la incrustes en la barbilla del pobre tipet que tienes detrás.
4. La gente con móviles. Si muchas veces nos quejamos de cuánto daño han hecho los móviles, si vais a salas de conciertos habréis visto que es ahí donde se alcanza su máximo esplendor. Es una tortura: la gente que está grabando todo el tiempo el concierto, brazo bien en alto, tapando al de atrás. O la que llama a su amiga la del pueblo para que escuche su canción preferida (seguro que está encantada de recibir esa llamada, cuando ella se ha tenido que quedar en casa viendo La Sexta Noche). O el de las fotos todo el rato, selfies incluidos (ante la pregunta de si puedo haceros una foto, yo soy aquél que dice que no, que no puedo; id al punto 11 o bonus track para saber más de mí, soy un encanto). O el que enchufa la función de grabadora de voz del whatsapp con el mismo fin. Pero a ver, pequeños, ¿no sabéis ya que no se oye nada, que es todo ruido gris, que sólo se oye al tío que está cantando, y cantando mal, a vuestro lado?
5. Los ruidos en la barra. Llevados a su máximo exponente en la barra del fondo de la Wah Wah de Valencia, donde la caja registradora registra las facturas a un sonido que, al final, es el que hizo necesario insonorizar el local, ante las quejas de los vecinos. Monedas tintineando, schweppes abriéndose, el horroroso oído de la camarera, que hace repetir la comanda, más monedas, el papel de la registradora enrollándose en una espiral sin fin, la botella terminada tirada de cualquier manera a la basura, y cerca de la barra siempre más gente que canta, que canta mal, y gente que habla, y gente saltando un poquito menos de lo que lo hace su mochila, y gente con móviles, y gente que merece morir.
6. Los juegos de luces. Vamos a ver a un tío con su guitarra, no hace falta que esto parezca el barrio de Akihabara. Puesto que de tanto concierto hemos perdido el oído, y que de tanta copa y cerveza infames, también el sentido del gusto, intentemos conservar la vista. Esas luces que rotan, o que parpadean cegadoramente, dejándote más loco que a un niño de 1997 los dibujos Pokémon. A la banda no siempre le gustan, tampoco. Como decía The New Raemon en su última visita a Valencia, él tenía la intención de ver a su público y cantar para él, no hacerlo ante el dios láser.
7. Los colegas de la banda. Principalmente cuando la banda es joven y debutante, suelen mitigar su temor a que no vaya a verles ni Clifford llevándose a todos sus colegas que, además, se han dejado la imparcialidad en el barrio y aplauden, chiflan, vitorean y piropean hasta cuando el guitarra se equivoca en uno de los únicos dos acordes que sabe tocar. De esto no se libran las bandas más veteranas: recordemos aquí el caso de La Habitación Roja y los amigos de Marc y Jose, siempre presentes, que casi presiden ya la tele de mi comedor en foto enmarcada, de tan vistos que los tengo. Mención aparte para el guiño de ojo del bajista de turno para sus coleguitas. Te queremos.
8. Las salas. Sobre todo, las salas que más que salas parecen la Lonja de Valencia, de tanta columna que hay. No se vaya a caer el edificio sobre nuestras cabezas, no. Dios me libre. Y dentro del epígrafe salas, aquellas que los promotores han llenado cual Arena de Madrid, con lo que te encuentras con un montón de gente que canta, que habla a gritos, que baila poseída, que se calla sólo en el momento en que la caja registradora se pone a registrar, que graba con móviles, y que además suele ser amiga de la banda, a todos ellos a un palmo de tus narices, lo que te hace pensar en qué pensará tu madre cuando mañana vayas a comer a casa y vea que te ha salido un hermano siamés de repente. Otra boca que alimentar. Y hay más: escasez de sitios donde dejar tu botellín de Heineken cuando al segundo tema te lo has terminado, y no sabes qué hacer con él sin poner en riesgo tu posición; y colas en los baños (sobre todo, el de las chicas), en las que pasas justamente la parte del concierto en la que tocan el hit.
9. La impuntualidad. No sé en otros sitios, pero aquí en el indie valenciano los conciertos suelen empezar, más o menos, cuando al dueño de la sala y a la banda les apetece, que nunca es la hora que pone en la entrada, sino un rango horario que oscila entre los 30 y los 70 minutos desde la oficial. Cuando empieza, ya estás reventado y la rodilla derecha te falla. Lo peor es que tú, hombre de bien, eres un tipo previsor, y siempre piensas "a ver si justamente hoy va a empezar puntual, y me voy a perder la mitad" y llegas a la hora que pone en la entrada, y empieza entre 30 y 70 minutos tarde, intervalo durante el cual piensas que mañana escribes un decálogo de las cosas que no te gustan de los conciertos.
10. La gente alta. Gente como yo, de 1,85, que llegamos pronto a causa del punto anterior, pillamos buen sitio, y poco a poco formamos a nuestra espalda grupos de gente pequeña, gente que como suele ser habladora, e intuyes que van a cantar y bailar como demonios, y que van a grabar con sus móviles todo el concierto, no nos suele dar excesiva lástima. De hecho, a veces miramos por encima de nuestro hombro y les dedicamos una mirada de nuestro más exacerbado desprecio, como pensando, qué asco das, qué bajito eres. Sin embargo, a veces todos nosotros, bajitos y altos, nos encontramos con nuestra némesis: los altos con matas de pelo desaliñadas estilo Miguel Ángel Blanca de Manos de Topo que incluso, para rematarnos, suelen moverse en saltos por todo su espacio. Dios, cómo les odio.
Bonus track. La gente rara. Gente como yo, ésos que vamos solos a los conciertos, y pasamos la media hora antes de que empiece el concierto mirando el móvil al que nadie llama, observando cada movimiento del tío del staff que coloca las botellas de agua y las toallas al lado de la batería, y escrutando a cada nueva persona que entra, y que de repente encontramos otra alma solitaria e intercambiamos una mirada fugaz y avergonzada, para fijarla, de nuevo y en seguida, en el tipo de las toallas. Supongo que estas personas damos bastante cosica.
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