No
hay placer en mi vida que disfrute más que aquél en el que tomo la
determinación de ir a la peluquería. Ya sea por un evento excepcional que
requiera una elaboración inalcanzable en casa; o ya sea por capricho, por el
mero hecho de pasar un rato de lo más agradable en compañía de nuestro mismo
sexo.
Todo
comienza con una llamada telefónica al establecimiento en cuestión. Como soy
tan indecisa, llamo con un par de días de antelación porque nunca se sabe cómo
pueden cambiar mis planes de un día para otro. Elijo ir el sábado por la mañana
para poder lucirme durante todo el fin de semana entre mis allegados y, ya de
paso, ante todo aquél que aprecie mi cambio de look.
Dada
la premura de mi llamada, la agenda de la peluquera está completa para el
sábado y solamente le queda un huequito libre a las 08'30h. De la madrugada.
Bueno, no importa, me digo, así aprovecho más el día, aunque tenga que
levantarme más pronto que entre semana para ir a la oficina.
Con
los primeros albores del día allá que me dirijo el sábado mientras observo que
hay mucha vida en la calle a esas horas, aunque ninguno de los paseantes que me
rodean baje de los 80 años y todos cumplan con el requisito de llevar un
periódico y/o una barra de pan bajo el brazo.
Con
estas cavilaciones llego a mi peluquería y me alegro muchísimo por mi peluquera
(llamémosla Mari a partir de ahora) porque debe irle genial el negocio. El
local está al rebose y me invitan a sentarme un ratito mientras terminan con
otras clientes. El ratito se ha convertido en hora y media, pero me ha venido
estupendamente porque me han ofrecido unas revistas con la actualidad de los
peinados más ocurrentes y al fin me he decidido por uno de ellos para hacerme
un cambio de imagen de lo más radical.
Por fin es mi turno y me
acomodo en el sillón del lavadero de cabezas, dispuesta a relajarme con un
masaje bien merecido. Las más gélidas temperaturas despejan los resquicios que
me quedaban del sueño acumulado y la tortura del masaje con las uñas de Mari
afiladas como sables penetran hasta lo más profundo de mis entrañas. El masaje
y la limpieza culminan con la firme sentencia de la profesional: “Cari, se te cae
muchísimo el pelo, esto deberías empezar a controlarlo, luego te enseñaré unos
productos nuevos que acabo de recibir y que van muy bien para la caída”. Me
siento enteramente apoyada y reconfortada y agradezco mentalmente haber tomado
la decisión de haber venido hoy a pasar aquí la mañana.
Meditabunda,
envuelta en toalla, y a las 10'30h de la mañana, tomo asiento frente al espejo.
Ha entrado un grupito de chicas que, ilusionadas por el evento marital al que
se dirigen, revolucionan el sitio con su actividad y yo me he quedado olvidada,
oculta tras un extraño aparato eléctrico con unos brazos que se proyectan en un
triste abrazo metálico.
La
desidia provoca que yo misma busque un peine entre los cajones y comience a
deshacer uno por uno con desgana los enredos de mi melena.
Cuando
vuelven a prestarme atención ya he leído dos Holas, he visto 37 vídeos de los
40TV y la humedad en mi pelo brilla por su ausencia.
Mari humedece mi cabeza por
segunda vez, en esta ocasión con un spray mientras me pregunta y yo le explico
con ayuda de una de las revistas el peinado ultramoderno que estoy dispuesta a
probar. Pero ella me recomienda algo ligeramente distinto. Me parece bien,
porque ella es la profesional y la que debe orientarme en lo que a mi imagen se
refiere, por lo que le contesto que puede hacer lo que ella crea oportuno... y
me abandono en sus manos.
Conversaciones
interesantísimas se suceden a continuación. Siempre empiezo a hablar de mí
misma, de cómo me gusta peinarme, así o asá, de que mi pelo es muy agradecido y
acepta tanto un planchado como unos bucles angelicales.
Cuando
mis propiedades capilares ya no dan más de sí hablamos del resto de pelos de
las clientes que nos rodean. A aquélla le están quedando genial las mechas,
aquélla otra tiene unos rizos rebeldes, pero ella los odia y luchan por
alisarlos como una tabla. Al final terminamos hablando del nuevo vídeo de Miley
Cyrus y de lo delgada que está Catalina después del parto. Tal derroche de
información me ha abducido a otra dimensión sin darme cuenta que mi peinado ya
está terminado.
“¿Qué
tal?”, me pregunta Mari mientras me acerca un espejito para observar (mal) mi
nuca. “Qué guay, respondo, justo lo que quería, me encanta”. Sinceramente.
Entre tú y yo.... el peinado es el mismo con el que he entrado por esa puerta,
pero levemente más corto. Pero para qué engañarnos, mejor no arriesgar y
quedarnos como estamos, que más vale malo conocido que bueno por conocer.... y
4 horas más tarde dejo tras de mí una mañana de lo más productiva, pero con un
aire nuevo y una sensación de bienestar que solamente conoces si has tenido la
oportunidad de pasar por esto. Económicamente arruinada. Pero eso sí, con un
lote completo de los mejores productos anticaída del mercado.
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