Argumenta el escritor
neoyorquino Paul Auster que los sucesos dignos de ser narrados le
ocurren a quien sabe narrarlos. A veces la acción hay que buscarla.
Seguro que en más de una ocasión le ha ocurrido que sale de casa
sin ninguna esperanza de que algo suceda y se levanta al mediodía
siguiente sin acordarse de cómo ha vuelto. En medio, la acción. Ya
lo decía John Lennon en el archiconocido verso de Beautiful Boy,
repetido hasta la saciedad (disculpen; comprendería si a partir de
aquí dejan de leer): “life is what happens to you while you're
busy making other plans”.
Dicen que la inspiración
llega a través del trabajo; no obstante, tenemos la suerte de que
con frecuencia, más que del trabajo, procede del hedonismo, de la
francachela, del crapulismo. Escribe Juan Tallón que “todos
deberíamos llegar a nuestro destino pasando por un bar previamente.
La barra te da aplomo”.
El problema del hombre
radica en no poder estarse quieto en casa, según reza el proverbio
grecolatino. Se evidencia una vez más lo desfasado y equivocado de
las bases de nuestra civilización. El hombre contemporáneo no sale
de sus cuatro paredes, vive atrapado en una cárcel de cristal. Y
vive engañado, creyéndose sus propias mentiras, haciéndose trampas
al solitario. Es esa clase de persona que, provocando vergüenza
ajena, apela al “quemar la ciudad” en Nochevieja, cuando el resto
del año pasa los sábados viendo Noche de Fiesta, o lo que quiera
que hagan ahora. Esperamos con ansia la extinción de esa clase de
despojo humano, su fin, su colapso. Queremos ver derrumbarse la
fábrica de Bart en el centro y comentarlo con las palabras de
Milhouse: “empezó a caerse y luego... se vino abajo”.
Salir de la comodidad, de la seguridad de lo familiar para arrojarse en la ignorancia de lo desconocido.
Salir de la comodidad, de la seguridad de lo familiar para arrojarse en la ignorancia de lo desconocido.
Todos deberíamos llegar
a nuestro destino pasando por un bar previamente. Sí, y todos
deberíamos aspirar a ser cómo David Duchovny define a su personaje
Hank Moody, de Californication: “un hombre que no tiene a dónde ir
y que, por eso mismo, acaba en lugares interesantes”. Al menos hay
que intentarlo. Forzar el córner, aunque se saque sin consecuencias.
Oler la pólvora.
Dicen los biógrafos de
Kant que el filósofo no salió nunca, en sus 80 años de vida, de la
localidad de Königsberg y, aun así, hizo tambalear las Torres
Gemelas del pensamiento occidental. Seguro que el bar de Königsberg
valía la pena.
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