martes, 18 de febrero de 2014

Se sacó sin consecuencias

Argumenta el escritor neoyorquino Paul Auster que los sucesos dignos de ser narrados le ocurren a quien sabe narrarlos. A veces la acción hay que buscarla. Seguro que en más de una ocasión le ha ocurrido que sale de casa sin ninguna esperanza de que algo suceda y se levanta al mediodía siguiente sin acordarse de cómo ha vuelto. En medio, la acción. Ya lo decía John Lennon en el archiconocido verso de Beautiful Boy, repetido hasta la saciedad (disculpen; comprendería si a partir de aquí dejan de leer): “life is what happens to you while you're busy making other plans”.


Dicen que la inspiración llega a través del trabajo; no obstante, tenemos la suerte de que con frecuencia, más que del trabajo, procede del hedonismo, de la francachela, del crapulismo. Escribe Juan Tallón que “todos deberíamos llegar a nuestro destino pasando por un bar previamente. La barra te da aplomo”.

El problema del hombre radica en no poder estarse quieto en casa, según reza el proverbio grecolatino. Se evidencia una vez más lo desfasado y equivocado de las bases de nuestra civilización. El hombre contemporáneo no sale de sus cuatro paredes, vive atrapado en una cárcel de cristal. Y vive engañado, creyéndose sus propias mentiras, haciéndose trampas al solitario. Es esa clase de persona que, provocando vergüenza ajena, apela al “quemar la ciudad” en Nochevieja, cuando el resto del año pasa los sábados viendo Noche de Fiesta, o lo que quiera que hagan ahora. Esperamos con ansia la extinción de esa clase de despojo humano, su fin, su colapso. Queremos ver derrumbarse la fábrica de Bart en el centro y comentarlo con las palabras de Milhouse: “empezó a caerse y luego... se vino abajo”.

Salir de la comodidad, de la seguridad de lo familiar para arrojarse en la ignorancia de lo desconocido.


Todos deberíamos llegar a nuestro destino pasando por un bar previamente. Sí, y todos deberíamos aspirar a ser cómo David Duchovny define a su personaje Hank Moody, de Californication: “un hombre que no tiene a dónde ir y que, por eso mismo, acaba en lugares interesantes”. Al menos hay que intentarlo. Forzar el córner, aunque se saque sin consecuencias. Oler la pólvora.

Dicen los biógrafos de Kant que el filósofo no salió nunca, en sus 80 años de vida, de la localidad de Königsberg y, aun así, hizo tambalear las Torres Gemelas del pensamiento occidental. Seguro que el bar de Königsberg valía la pena.

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