domingo, 23 de marzo de 2014

El último cigarrillo

En el momento de escribir estas líneas, hace sólo unos minutos que ha fallecido Adolfo Suárez. Ha sido ésta una muerte extraña, larga; como dice el clásico, la crónica de una muerte anunciada. Este fin de semana, don Adolfo se ha convertido en un premuerto. El pasado viernes, su propio hijo anunció en rueda de prensa que al expresidente le quedaban no más de 48 horas de vida. Mucha presión le ponen a uno para morirse en estos días. Tanta, que el premuerto no ha podido soportarla y ha acabado por estirar la pata unas tres horas después de cumplirse el plazo, la sentencia. El tiempo justo para, por un lado, expresar un último aquí quien manda soy yo, o un habré perdido la memoria, pero todavía conservo algo de dignidad, hijos míos y, por otro lado, hacerle un favor a las televisiones, que ya no tenían más programas nostálgicos de la Transición que ofrecer.


Define Fernando Ónega a Suárez como el hombre de las cuatro palabras: valentía, diálogo, dignidad y generosidad. Diálogo el hombre ya no tenía mucho, pobret meu, pero hasta intubado y premuerto ha sido capaz de poner sobre el tapete las otras tres. Eso es tener clase.

Coincidiendo con la agonía de Adolfo Suárez, durante este fin de semana un servidor ha tratado de superar el desparrame fallero y otros desastres con una visión enfermiza y compulsiva de la sexta temporada de Los Soprano. Los que la hayan visto (los que no, y tengan intención de hacerlo, dejen de leer, si quieren), recordarán el capítulo en el que John Sacramoni, jefe del clan de los Lupertazzi y rival de Tony Soprano, muere de cáncer de pulmón en un hospital penitenciario. Antes de ser incapaz de poder moverse de la cama, John, sabedor ya de que le quedan menos de tres meses de vida (la presión de morirse), se enciende un cigarrillo. En ese momento, Gina, su mujer, aparece para visitarle y se indigna de que su marido, con la enfermedad que padece, esté fumando. Los milagros no existen, le responde éste. Gina abandona la estancia pero, poco después, otro preso le explica que para John, ese cigarrillo equivale a demostrarse a sí mismo que todavía tiene control, poder, que todavía es el jefe de la familia Lupertazzi.

Finalmente, Sacrimoni es enfocado en cama, rodeado por Gina y sus dos hijas, ya sin poder prácticamente ni hablar (sólo se le escapa un mamma). En esos últimos minutos, su esposa saca del bolsillo un paquete de cigarrillos y le pregunta, entre lágrimas, si quiere uno.

Tal vez, si las cosas hubieran venido dadas de otra forma, los hijos de Adolfo Suárez le hubieran ofrecido ese último cigarrillo. Aunque bueno, una cosa es ser familia de un expresidente de gobierno y otra, serlo de un capo de La Cosa Nostra. Hay clases y clases.

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